El 20 de diciembre de 1925 muere en París Don Federico Santa María Carrera, había nacido en Valparaíso, descendiente directo de los Carrera. Latía en él un gran sentido de patria, sus primeros emprendimientos y negocios los hizo en esta misma ciudad y las extendió al Callao, más su gran fortuna la hizo en Francia y mucho se ha escrito sobre ello. A su muerte, se puso en práctica uno de los ejercicios de filantropía social más grande de los que se tenga conocimiento en Chile, crear una institución cuyo propósito no era otro que: “poner al alcance del desvalido meritorio, llegar al más alto grado del saber humano”.
En todas sus páginas su testamento revela sus anhelos de contribuir con el progreso material y ampliar el horizonte cultural de la nación a través del educar en la técnica y en parte en la ciencia, asignaturas incipientes y hasta pendientes en el Chile de los años 20. En los párrafos del testamento se propone la creación de una Escuela de Artes y Oficios, y un Colegio de Ingenieros en la ciudad donde nació, Valparaíso.
Constituidos los albaceas, ponen en valor su propuesta, y ya en 1932 se inician las clases en el Cerro Los Placeres, convirtiendo una fortaleza naval en un lugar de estudios y desarrollo de saberes en diversos ámbitos de la técnica y las ciencias en nuestro país, constituyendo primero una fundación, la que luego pasó a denominarse «Universidad Técnica Federico Santa María».
Hay muchas preguntas sobre por qué Don Federico Santa María Carrera decidió que la educación de los “desvalidos meritorios” era el destino de la mayor parte de su fortuna y no otro objetivo, en momentos en que el Estado de Chile colapsaba con la efervescencia social y sus propias negligencias de la época, tales como no prever el auge del salitre sintético y la muerte anunciada de nuestra economía monoproductora de lo que hoy denominamos “un comodity”.
En lo personal, creo que Don Federico, solo fue fiel a su propio espíritu altruista. Mal que mal, fue un hombre de vida austera y sin grandes comodidades a pesar de la fortuna que poseía y la cual le hubiese permitido vivir con grandes lujos; más, tenía otro propósito en mente, y ese era el desarrollo de la virtud, que es un ejercicio que se solventa con acciones concretas.
Don Federico en su tiempo mostró al Chile de entonces e incluso al Chile de hoy un sendero claro, el camino de la filantropía a la hora de la muerte; eligió algo que nunca ha sido trivial, el compromiso de educar en la técnica a jóvenes “desvalidos meritorios” del Chile de entonces, permitiéndoles desarrollar sus capacidades individuales al máximo, logrando en cada uno de ellos forjar su futuro y así contribuir al país, y con ello a la humanidad. En palabras simples, se adelantó en 80 años al concepto de “gratuidad”, creando un espacio a los beneficiados, a quienes proveía de todo, educación, vestimenta, alimentación e incluyendo además cultura en ese magnífico y adelantado espacio denominado Aula Magna. Todo por el imperio de la virtud.
No por nada, Alberto Blest Gana, escritor, diplomático y político chileno que es considerado el «padre de la novela chilena», dedicó en 1909 su obra “El loco estero” a don Federico Santa María, persona por la cual Don Alberto sentía gran aprecio y amistad. En esta obra, Alberto Blest Gana, desarrolla a través de sus personajes y la trama de la citada novela, nada menos que el triunfo de la virtud y la derrota del vicio, así llegamos a la conclusión que la dedicatoria no podía ser más propicia para la impronta de Don Federico Santa María Carrera.
La virtud a fines del siglo XIX e inicios del Siglo XX era tema cotidiano, las conversaciones en los círculos intelectuales en lugares como París estaban influidas por las corrientes filosóficas de la época, a saber: el utilitarismo y la teoría kantiana, que eran agrupadas en torno a las llamadas “éticas del acto”, concepto que buscaba dar criterios objetivos para evaluar las acciones. En otras, palabras el buen hacer estaba definido por el bíblico concepto “por los hechos los conoceréis”. Si se quiere, tu sentido de la existencia, el para que estabas aquí, en esta vida, quedaba definido por el buen acto, por el hacer bueno y concreto. Mi tesis es que eso era la virtud para los hombres de esa época, eso era finalmente la realización humana para hombres de la talla de Blest Gana y Santa María.
Nos podemos imaginar entonces las caminatas al borde del río Sena entre el escritor y diplomático Alberto Blest Gana y el empresario Federico Santa María hablando de la virtud, del devenir de la patria lejana, en cómo contribuir a ella, en cómo ayudar a los desvalidos a surgir, a descubrir y a emprender, allá lejos, en el fin del mundo, para que, tal como lo hicieron ellos, descubrieran senderos y construyeran nuevos caminos para salir adelante, ayudando al país y a sus ciudadanos a progresar en lo personal y también a crecer como nación. El fortalecimiento de la virtud era el tema, lo esbozó Blest Gana en su obra literaria y sus acciones diplomáticas certeras en plena Guerra del Pacífico, en 1879, lo hizo Santa María Carrera en dejar en su ciudad natal los recursos necesarios para poner en práctica su plan de crear un centro educacional de excelencia en la técnica, destinado a “jóvenes y adolescentes desposeídos materialmente; pero intelectualmente sobresalientes, sin mayor requisito que el mérito, las aptitudes y el alto rendimiento académico”.
Por lo pronto, hemos conmemorado una vez más en los campus y sedes de la Universidad el aniversario de la muerte de don Federico Santa María Carrera, con el más profundo de los respetos por su noble y señera figura, mientras que los titulados emergen como promesa de futuro de sus aulas.
El Sena del 1900.